jueves, 13 de septiembre de 2007

En cariñoso recuerdo de Raúl para su MADRINA LUCINDA

Don Pedro Aguirre Cerda tenía la consigna de que “gobernar es educar”. Cuando fue candidato fue invitado por mi padre a Los Laureles. Apenas asumió el poder se construyó la Escuela pública N°1 de Los Laureles. A ella se vino a trabajar mi MADRINA LUCINDA.

Ser ahijado de la profesora fue una situación que recuerdo me convirtió en un niño mimado. Desde el primer día de clases, para los demás compañeros de curso, Raulito era un alumno ejemplar. En ese día fue cuado, mi MADRINA LUCINDA, le dijo a José Sanceledonio, hijo del español dueño de la panadería, "¿por qué lloras José? Los hombres deben ser valientes, mira a Raulito, él sabe que don Alberto lo va a venir a buscar a las 12 y míralo, está feliz aquí en clases. No llores, porque don José se puso de acuerdo con don Alberto para venir juntos a buscarlos". Treinta años después, con Pepe fuimos colegas en la Universidad Técnica del Estado.

Como tenía santos en la corte entré a estudiar, no a los 7 años que era lo reglamentario, sino que casi a los 6. Me adelanté a estudiar un año a lo que era habitual, ya que la profesora del primer año era mi MADRINA. Mi MADRINA fue pues mi profesora inicial de las preparatorias. La señorita LUCINDA (40) me tenía asiento en primera fila frente a ella y como era tradicional tenía un escritorio a la cabeza de todos los alumnos, desde allí pasaba lista y dictaba parte de la clase.

Ella, que era soltera y no tenía hijos, estaba chocha con su ahijado y sabía todas las gracias que yo hacía, entonces tocaba un tema con cosas que tenían relación con lo que yo sabía y me ponía como ejemplo. Era totalmente imparcial para sus análisis.

Meses antes de entrar a clases, mi padre me había traído de Santiago un equipo completo de objetos de estudio. Le entregó a nuestra niñera, Blanca, todos los materiales escolares y entre ellos un lapicero y los tinteros correspondientes. Ella me acompañaba al colegio desde los primeros días y me dejaba con sendos paquetes en mi bolsón, con esos elegantes materiales. Como Blanca no se ubicaba muy bien en lo que yo debía usar, entonces desde el primer día me envía pues cargado a clases con un montón de cosas, entre ellos con una pluma metálica para escribir. En los primeros días de clases, con este lapicero especial, ensucié a medio mundo. La pluma metálica de éste tenía un pequeño depósito para que la tinta alcanzara para escribir no una letra sino sílabas completas. Mi padre que era un viejo chocho me compraba cosas con invenciones europeas en el negocio que funcionaba junto al consulado suizo en Santiago y me compró una cantidad de estos novedosos materiales escolares, entre ellos este lapicero que acumulaba automáticamente una gota de tinta al introducirlo al tintero. Descubrí que si movía rápido o sacudía el lapicero éste lanzaba lejos su gota mágica. Esa gota ensució a mis amigos que se sentaban en mis cercanías y produjo trastornos que mi imparcial MADRINA los cubría con justificadas explicaciones. Días después, en reemplazo de mi niñera, fue mi madre a dejarme al colegio y le regaló el lapicero a mi Madrina LUCINDA. Estuve en clases con la señorita LUCINDA también en la segunda preparatoria, donde por supuesto continué siendo indudablemente un envidiado alumno modelo.

Cuando estaba en la segunda preparatoria, la muerte repentina de mi padre originó profundos cambios en mi familia. Entonces cuando terminaba de cursar el segundo año, se traslada mi familia de Los Laureles a Temuco. Mi MADRINA viajaba de vez en cuando a esta ciudad a visitar a mi mamá. La recordé siempre como muy simpática y también en los años posteriores cuando mis profesoras ya no me mimaban, ni me hacían los cariños de ella.

Daniel Rodríguez, era el Rector del Liceo de Hombres de Temuco, hoy Pablo Neruda, y yo el Presidente de los Profesores por lo que teníamos una gran amistad relacionada con nuestras obligaciones. Yo tenía alrededor de treinta años y me encontraba trabajando en el Liceo de Hombres N° 1 de Temuco, mientras hacía clases, va un Inspector del Liceo a decirme, “que don Daniel me necesita y me ha pedido que yo me quede con el curso y que usted debe ir de inmediato a su oficina”. “¿Usted no le dijo que yo estoy haciendo clases y que puedo ir a la hora del recreo?” “No, pero se que es muy urgente, usted no debe dejar de ir de inmediato”.

Llegué a la Rectoría, me asomé de inmediato sin tocar a la puerta, y me encontré con una señora de unos sesenta años, que me miraba fijo con sus ojos llenos de lágrimas y me dijo: “Raulito, vengo a despedirme, soy LUCINDA, tu MADRINA, ¿no te acuerdas de mi?” “Si, ahora claramente”. “Yo te he visto crecer sólo en fotografías, tu padre me llenó de fotos de cuando eras muy niñito y después la señora Clotilde me enviaba fotos de su taller fotográfico de Temuco”. Luego ella me dice, “me están esperando en un vehículo, me llevan a otro lugar y no nos veremos muy pronto. Yo tenía muchas ganas de despedirme de ti y ahora me voy contenta”. “¿A dónde se va MADRINA?” “No me preguntes más, don Daniel lo sabe”. Esta conmovedora despedida me dejó muy intranquilo y por mucho tiempo. Mi amigo Daniel guardó el secreto bajo siete llaves, hasta el día de hoy. Indirectamente después de un tiempo, conversado con los colegas amigos de Daniel, me di cuenta que ella iba muy enferma a uno de esos sanatorios sin regreso, enferma quizás de cáncer, o del pulmón, o del corazón. Las operaciones de bypasses al corazón aparecieron décadas después. Es posible pensar que mi profesora seguramente se fue al Sanatorio de San José de La Mariquina, donde a los enfermos se les daba solamente calmantes, ya que padecían una de las muchas enfermedades llamadas terminales en esos tiempos.

Le conté a mi mamá de la sorpresiva despedida de mi MADRINA, ella se preocupó mucho y quedó de averiguar a cuál Sanatorio se había ido la señorita LUCINDA, pregunta que no pudo dilucidar nunca. Los Sanatorios guardaban celosamente el secreto de sus pacientes.

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